Cuando fuimos a Cuba, me encontré de golpe con un gran contraste, lo que tenía que ser un viaje de placer para conocer la familia de la que iba a ser mi tía, acabó siendo una toma de contacto con una parte de historia y con nosotros mismos.
Yo tenía catorce años y no había salido nunca de la vieja Europa, como todo turista esperaba de Cuba un país de música y ritmo, y poco más, de hecho nunca me había parado a pensar en lo que esperaba más allá de los tópicos de la localidad.
En cuanto bajamos del avión, la familia de mi tía nos recibió con media decena de amigos que consideraban también “de la familia”, todos nos fuimos al restaurante más “lujoso” que conocían por la zona; un bar-pizzería.
Estuvimos los primeros diez días en Santiago; nos alojábamos en casa de Angelita, una mujer entrada en los sesenta pero con una energía y vitalidad fuera de lo común. Durante aquellos días alquilamos una guagüita, un híbrido entre furgoneta y monovolumen de por lo menos 30 años y recorrimos distintos lugares de Santiago, me hice amiga de unas vecinas más o menos de mi edad, que a veces vinieron con nosotros.
Un día nos levantamos temprano y fuimos a la playa, encandilados con el agua caliente de la orilla no nos dimos cuenta que un cerdo se estaba comiendo nuestras toallas.
Me harté de comer mamoncillos, un fruto parecido a la uva pero bastante más grande que todos los chicos comían como si de pipas se tratara; en el desayuno, comida, merienda y cena de cada día mango y un día, como algo especial hicimos un batido de Zapote, la bebida parecía chicle, todo el mundo bebió y disimuló la horrible textura con una gran sonrisa. Recuerdo ducharme con el un teléfono viejo como mango de la ducha, y así centenares de cosas encontraban su segunda utilidad después de caer en desuso. Era algo fascinante.
Diez días después de haber aterrizado en Santiago, volvimos a volar, esta vez en un avión de los años 70 que nos llevó hasta la capital cubana.
El paisaje era algo extraordinario e incluso conmovedor, un sinfín de plantas tropicales invadía la ciudad mientras que viejos y majestuosos edificios se alzaban con orgullo peleando entre sí por acaparar la mirada del espectador. Esa es
Soy incapaz de resumir mi estancia allí en unas cuantas líneas, tampoco sé si podría describir fielmente lo que vi, pensé y aprendí, pero ese fue un viaje inolvidable.
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