18 junio, 2009

Cuento 1

Era una ciudad iluminada por el sol 364 días al año, y los rojos atardeceres de entonces hacían que un inmigrante mulato se pusiera melancólico. Era solo en esos momentos cuando saxo en mano, salía de su casa hacia el puente que cruzaba el río, un puente plagado de parejas de enamorados en aquellas horas. Mientras los miraba pasar, él tocaba. Soplaba con un fuerte suspiro tembloroso por la boquilla de su saxo y esto le daba un punto más sentimental a su música.

Ajeno al amor y al desamor del puente, Athan se asomaba al balcón para observar el espectáculo que no entendía. Le gustaba empaparse de las sensaciones de los demás pero nunca se atrevía a ir más allá en primera persona. Era músico también, y pese a ser uno de los mejores de la ciudad en cuanto a técnica, no transmitía nada. Él lo sabía, pero le gustaba disfrutar de la música y punto, solo música, sin nada más. Camuflaba bien su defecto en muchos ritmos y ya le bastaba, solo le dolía no saber tocar un buen blues.

Pablo trabajaba por la tarde en el teatro, con un musical de Broadway adaptado, y los sábados en un restaurante de lujo ya entrada la noche.

El centro de la ciudad olía a sal con el calor del verano y esto era un reclamo para los turistas que venían de todos los rincones del mundo. Influían en las gentes y sus costumbres, su población era alegre y abierta. En las calles músicas muy diversas se hacían un hueco en el aire. Athan paseaba por allí también. Recorría las calles más estrechas y sinuosas de la ciudad esperando…

No importa ni cómo ni cuando, simplemente se conocieron. Sucedía pocas veces. Aquel día se pusieron hasta las trancas de alcohol, se colaron en un club de bailes de salón y bailaron toda la noche al son cubano mientras el resto seguía el ritmo de un tango demasiado estirado. Acabaron haciendo el amor al amanecer, enredados entre las raíces de un olivo que miraba al mar.

Aquella fue una noche especial, y no solo por lo que conllevó nueve meses más tarde, sino también por el olor de cada uno de los rincones donde fueron, y el sabor de cada uno de los rincones que se besaron.

Clara nació el único día de lluvia de aquel año. Sus padres no se volvieron a ver jamás. Su padre se fue de la ciudad unos meses más tarde del encuentro con su madre y no supo recordar nunca aquella noche, solo soñó con ella cada una de las noches posteriores hasta que murió.

Por su parte, Àngela, su madre, se pasó toda la vida queriendo olvidar aquella noche para que la melancolía y el arrepentimiento de no haber llamado no se apoderaran de ella. Aparentemente lo consiguió, aparentemente; siempre fue una mujer muy viva y alegre y eso la salvó de la amargura.

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